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Crónica
Social
16/11/2025
Es cosa de salir a la calle en cualquier ciudad grande y la escena se repite, motos por todos lados y mochilas cuadradas de colores. El delivery creció como bola de nieve que se suelta en la cordillera, partió chico y en un par de años terminó desparramado por las avenidas, difícil de frenar, entrando a cada rincón donde haya alguien con hambre.
Los comercios vieron rápido la oportunidad. El almacén de la esquina que antes solo vendía pan, hoy despacha completos por aplicación; la picada de barrio compite con cadenas gracias a las promos. Con un par de clics elegimos qué comer, comparamos precios, sumamos cupones. Es cómodo, porque solo basta deslizar el dedo y esperar que alguien, en alguna parte, arranque la moto.
Pero ese “llegamos en 20 minutos” que celebramos tiene letra chica. Para cumplir la promesa, muchos repartidores manejan apurados, conejeando entre autos, subiendo a la vereda, pasando en rojo el semáforo. Quién no ha visto motoristas con hawaianas, y el celular incrustado entre la mejilla y el casco, hablando mientras intenta esquivar micros y peatones. Y uno, desde la comodidad del sillón, solo mira el mapita avanzar.
Por lo mismo, vale preguntarse qué tan conscientes somos de la presión que ponemos. ¿Nos importa si ese motorista tiene licencia, si la moto está con patente al día? ¿O nos da lo mismo mientras la hamburguesa llegue caliente? Cuando una de esas motos choca y raya nuestro auto o nos provoca una frenada brusca, la empatía se evapora al tiro y se transforma en un rosario de garabatos.
Como casi todo en la vida, el delivery tiene dos caras. Nos facilita la existencia, pero también revela ese lado medio egoísta de mirar solo nuestro metro cuadrado - me interesa mi comida -. Ser conscientes que detrás de cada pedido hay una persona, que lo más seguro es que sea un extranjero que busca ganar dinero para su familia. Tal vez la próxima vez podamos esperar unos minutos más y no ser exigentes en los tiempos, saludar al repartidor por su nombre y recordarle que maneje con cuidado.
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Autor: Máximo Martínez Campos